EL ENCUENTRO Iº parte
EL ENCUENTRO Iª PARTE
Era una tarde gris y lluviosa del mes de octubre, cuando las tormentas suelen desatar su violencia con atronadores estampidos y la lluvia, impulsada por la gota fría, cae a cántaros cuando menos lo esperas en esta tierra generosa de Valencia.
Los transeúntes corrían precipitadamente ahuyentados por el fuerte vendaval para guarecerse en portales, tiendas y cornisas. Yo vine a resguardarme de la lluvia bajo la marquesina de una tienda de comestibles, justo enfrente de una parada de autobús.
La tarde se hacía cada vez más oscura, la lluvia arreciaba y los coches que circulaban lo hacían a baja velocidad y con las luces encendidas, formando sobre cada una de sus ruedas en forma de abanico una cortina de agua. Era uno de esos momentos patéticos que la naturaleza anuncia tragedia, o que podemos ser testigos de algo extraordinario; porque las tormentas en Valencia, cuando se producen, suelen ser como sus tracas, una prolongación de rugidos y luces como un volcán en erupción.
Los autobuses se acercaban a la parada con suma lentitud y, a través de los cristales, empañados por un sutil velo de vapor, se veían casi vacíos. En uno de ellos, cuando se paró frente a mí, vi descender a un hombre embutido en una gabardina que se apoyaba en un bastón y con gorra azul de corte marinero. La lentitud de sus movimientos y la dificultad con que bajaba el alto escalón movió mi ánimo a ayudarle a descender. Por su aspecto pude adivinar que bajo aquélla gorra se ocultaba una cabeza atormentada, sin que por ello llamara a compasión, pues iba decorosamente vestido y con cierto aire honorable que lo dignificaba.
La lluvia se hacía por momentos más densa y las calles, prácticamente intransitables, empezaban a convertirse en auténticos ríos amenazando inundar la acera donde nos encontrábamos. Pero su parquedad en palabras y mi innato reparo a conectar con quien no conozco, hicieron posible que durante unos minutos apenas se cruzaran las palabras precisas para comentar la gravedad del momento y las desastrosas consecuencias que producen estos fenómenos atmosféricos por estas latitudes. Finalmente, debido a la duración y violencia de la tormenta, terminó por romperse nuestra cortedad, lo que permitió que se iniciara el diálogo abierto, y con él se desvelara el secreto. Es evidente que de no haber sido a través de la palabra, pese a que sólo habían transcurrido seis años, los estragos que en su persona habían causado la enfermedad, seguro que esta vez no le hubiera reconocido. Por otro lado, el hecho de que yo llevara un gorro amoldable de plástico para protegerme de la lluvia, no favoreció nada las cosas, lo que motivó que ambos dudáramos de nuestra verdadera identidad; aunque durante el desarrollo de la conversación nos fuimos rescatando del pasado hasta que terminamos viéndonos más o menos como éramos.
Cuando amainó la tormenta y por fin pudimos caminar, una vez sentados tranquilamente mientras tomábamos café en un bar cercano, con lágrimas en los ojos fue desgranando pausadamente, como él acostumbraba, los pormenores de su nueva odisea, que no fueron otros que los problemas surgidos entre familia los que le obligaron a abandonar Barcelona.
Las palabras de aquel hombre, profesor de instituto jubilado por invalidez permanente, siempre calaban hondo en mi corazón: no había más que escucharle atentamente para extraer de cuanto decía una gran lección de ética y valores enraizados en sus limpias convicciones.
-Es increíble, mi buen amigo -enfatizaba visiblemente emocionado- que después de tantos años nos volvamos a encontrar cuando parecía un recóndito secreto que Dios o quien sea no estaba dispuesto a desvelar.
¡Cuánto cambia todo a medida que se va engrosando la historia de nuestra vida!, le respondí un tanto indeciso. La vida es un bien que recibimos gratuitamente, pero hemos de acuñar el recibí con achaques, canas y arrugas. De no ser así, de no ser por ese estricto control a que todos estamos sometidos, no faltarían bribones que, igualmente que viven del engaño y la mentira, también intentarían engañar a la naturaleza para pasar de incógnitos y librarse así de su rigor.
-Así es de sencillo me contestó sonriendo
Cayetano Bretones
Era una tarde gris y lluviosa del mes de octubre, cuando las tormentas suelen desatar su violencia con atronadores estampidos y la lluvia, impulsada por la gota fría, cae a cántaros cuando menos lo esperas en esta tierra generosa de Valencia.
Los transeúntes corrían precipitadamente ahuyentados por el fuerte vendaval para guarecerse en portales, tiendas y cornisas. Yo vine a resguardarme de la lluvia bajo la marquesina de una tienda de comestibles, justo enfrente de una parada de autobús.
La tarde se hacía cada vez más oscura, la lluvia arreciaba y los coches que circulaban lo hacían a baja velocidad y con las luces encendidas, formando sobre cada una de sus ruedas en forma de abanico una cortina de agua. Era uno de esos momentos patéticos que la naturaleza anuncia tragedia, o que podemos ser testigos de algo extraordinario; porque las tormentas en Valencia, cuando se producen, suelen ser como sus tracas, una prolongación de rugidos y luces como un volcán en erupción.
Los autobuses se acercaban a la parada con suma lentitud y, a través de los cristales, empañados por un sutil velo de vapor, se veían casi vacíos. En uno de ellos, cuando se paró frente a mí, vi descender a un hombre embutido en una gabardina que se apoyaba en un bastón y con gorra azul de corte marinero. La lentitud de sus movimientos y la dificultad con que bajaba el alto escalón movió mi ánimo a ayudarle a descender. Por su aspecto pude adivinar que bajo aquélla gorra se ocultaba una cabeza atormentada, sin que por ello llamara a compasión, pues iba decorosamente vestido y con cierto aire honorable que lo dignificaba.
La lluvia se hacía por momentos más densa y las calles, prácticamente intransitables, empezaban a convertirse en auténticos ríos amenazando inundar la acera donde nos encontrábamos. Pero su parquedad en palabras y mi innato reparo a conectar con quien no conozco, hicieron posible que durante unos minutos apenas se cruzaran las palabras precisas para comentar la gravedad del momento y las desastrosas consecuencias que producen estos fenómenos atmosféricos por estas latitudes. Finalmente, debido a la duración y violencia de la tormenta, terminó por romperse nuestra cortedad, lo que permitió que se iniciara el diálogo abierto, y con él se desvelara el secreto. Es evidente que de no haber sido a través de la palabra, pese a que sólo habían transcurrido seis años, los estragos que en su persona habían causado la enfermedad, seguro que esta vez no le hubiera reconocido. Por otro lado, el hecho de que yo llevara un gorro amoldable de plástico para protegerme de la lluvia, no favoreció nada las cosas, lo que motivó que ambos dudáramos de nuestra verdadera identidad; aunque durante el desarrollo de la conversación nos fuimos rescatando del pasado hasta que terminamos viéndonos más o menos como éramos.
Cuando amainó la tormenta y por fin pudimos caminar, una vez sentados tranquilamente mientras tomábamos café en un bar cercano, con lágrimas en los ojos fue desgranando pausadamente, como él acostumbraba, los pormenores de su nueva odisea, que no fueron otros que los problemas surgidos entre familia los que le obligaron a abandonar Barcelona.
Las palabras de aquel hombre, profesor de instituto jubilado por invalidez permanente, siempre calaban hondo en mi corazón: no había más que escucharle atentamente para extraer de cuanto decía una gran lección de ética y valores enraizados en sus limpias convicciones.
-Es increíble, mi buen amigo -enfatizaba visiblemente emocionado- que después de tantos años nos volvamos a encontrar cuando parecía un recóndito secreto que Dios o quien sea no estaba dispuesto a desvelar.
¡Cuánto cambia todo a medida que se va engrosando la historia de nuestra vida!, le respondí un tanto indeciso. La vida es un bien que recibimos gratuitamente, pero hemos de acuñar el recibí con achaques, canas y arrugas. De no ser así, de no ser por ese estricto control a que todos estamos sometidos, no faltarían bribones que, igualmente que viven del engaño y la mentira, también intentarían engañar a la naturaleza para pasar de incógnitos y librarse así de su rigor.
-Así es de sencillo me contestó sonriendo
Cayetano Bretones
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